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viernes, julio 21, 2006

Por unos Medios Comunitarios que pongan a este país a Comunicar, Jesús Martín Barbero

Hace unos años, en el Seminario del Tercer Sector en Cartagena, escuché afirmar a Daniel Pecaut: "Lo que le falta a Colombia más que un 'mito fundacional' es un 'relato nacional".
Se refería Pecaut a un relato que posibilite a los colombianos de todas las clases y etnias, regiones, género y edades, ubicar sus experiencias cotidianas en una mínima trama compartida de duelos y de logros. Lo que yo he traducido para los comunicadores y periodistas es la necesidad de construir relatos que empiecen a tejer una memoria común, esto es, una memoria conflictiva y a la vez anudadora.
Pero, ¿como compartir los duelos si ni siquiera podemos llorar juntos, si ni siquiera entre los académicos e intelectuales estamos de acuerdo en cuál es el mínimo que para nuestro país es lo insoportable? Y en la demanda de memoria que tiene este país emerge a la vez por la necesidad imperiosa de tejer un imaginario constructor de futuro capaz de movilizar todas las energías hoy dedicadas en un tanto por ciento gigantesco a destruirlo.
De ahí, el papel estratégico de los medios a la hora de poner este país a comunicar.Pero, ¿cómo ligar la demanda de relatos que anuden memoria con futuro al oficio del comunicar? Hay una pista espléndida hacia esa cuestión en la rica polisemia en castellano del verbo ¿contar?Contar significa narrar historias pero también, ser tenidos en cuenta por los otros, y también hacer cuentas. O sea que en ese verbo tenemos la presencia de las tres dimensiones del comunicar y sus dos relaciones constitutivas. Primera, la relación del contar historias, relatos, con el contar para los otros, con el ser tenido en cuenta. Pues para ser reconocidos necesitamos contar nuestro relato, ya que no existe identidad sin narración, ya que ésta no es sólo expresiva sino constitutiva de lo que somos, tanto individual como colectivamente. Y especialmente en lo colectivo, las posibilidades de ser reconocidos, tenidos en cuenta, esto es de contar en las decisiones que nos afectan, dependen de la capacidad que tengan nuestros relatos para dar cuenta de la tensión entre lo que somos y lo que queremos ser.
Que nadie confunda esto con la maldita obsesión por la ¿buena imagen¿ que tanto preocupa a los políticos y a muchos comunicadores colombianos como si se tratara de la ¿honra familiar¿ que a toda costa, y con la mayor hipocresía, debemos defender. De lo que estoy hablando no es de hacer show ni espectáculo de lo mejor que creemos ser sino del relato que nos cuenta, esto es, que da cuenta de lo que somos. Lo cual no implica tampoco ninguna pretensión positivista de objetividad o realismo: hay más historia y verdad de Colombia en Cien años de soledad o en La Virgen de los sicarios que en la mayoría de los manuales de historia que se estudian en nuestras escuelas.
Y segunda, la relación también constitutiva, pero perversa, la del contar relatos con el hacer cuentas, es decir, con el negocio y el más desocializador y desnacionalizador mercado. Y mediante lo cual las narrativas periodísticas o de ficción, que nos acompañan cotidianamente en los medios masivos, y que deberían estar posiblitando comunicarnos entre regiones, entre culturas, entre clases sociales, se hallan dedicadas ¿con rarísimas excepciones¿ a todo lo contrario: a explotar comercialmente nuestro morbo de espectadores que perversamente se solazan en la crueldad de los victimarios y el dolor de las víctimas; y a taponar con el ruido procedente de la saturación informativa, o la desinformación, los gritos y las señas con que intentamos comunicarnos ciudadananamente los colombianos.
A lo que, ¿sin querer queriendo¿, contribuye un Estado que de un lado se niega a regular mínimamente el funcionamiento de unos medios que cada día más se desligan de sus responsabilidades de servicio público, responsabilidades que siguen teniendo vigencia según la constitución de este país, para dedicarse al más craso de los negocios.
Y de otro lado, poniendo todo tipo de trabas al crecimiento y afianzamiento de los medios comunitarios de radio y televisión, como cuando se niegan nuevas frecuencias de radio comunitaria a las ciudades, o cuando con toda ilegalidad el Estado impide la conexión entre emisoras comunitarias que buscan tejer país desde sus rincones más apartados y abandonados, mientras las emisoras comerciales pueden conectarse o encadenarse en los modos que quieran y para lo que les dé la gana.
El colmo de esa perversión, que alimenta del doble rasero oficial, es el que ni siquiera en la radio pública nacional puedan encontrarse, conectarse, las voces de las radios comunitarias que ya no quieren a hablar sólo de lo que pasa en su barrio o su municipio sino que quieren contar relatos de país que les permitan ser tenidos en cuenta a la hora de pensarlo y reinventarlo.

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